Esto es algo que he escrito para un concurso de relatos románticos de un grupo de facebook con motivo de San Valentín. Tenía que basarse en estas dos fotos. Bien, pues esto es lo que salió:
MI PEDAZO DE CIELO.
—Silvia, el Señor Duarte te
estaba buscando.
Vaya por Dios…, para un día que
llego cinco minutos tarde.
—Oh… ¿Te ha dicho para qué?
Sara, la recepcionista, se encoje
de hombros y tuerce la boca.
—Su secretaria eres tú, no yo. A
mí no me da explicaciones.
A mí tampoco. Es muy suyo.
Aprieto los dientes, levanto la cara y enfilo el pasillo hacia la oficina de mi
jefe. Ni siquiera esperaba que estuviera a esta hora en la empresa, dado que
ayer mismo estaba en Mallorca reunido con el resto de los jefazos. Su agenda
para los últimos dos días era un horror, y regresó en el último vuelo, así que
yo daba por hecho que llegaría tarde esta mañana. Al menos más tarde que yo.
Decido entrar primero en mi
oficina y dejar el bolso en el armarito antes de regresar al pasillo y tocar
con los nudillos en la puerta de enfrente. No obtengo respuesta. Aguardo unos
instantes y vuelvo a llamar. Nada. La persiana veneciana que cubre la
cristalera desde la que él puede ver el pasillo y mi oficina desde la suya está
cerrada.
Abro la puerta y asomo la cabeza
con cautela. El despacho está vacío. La mesa, impoluta. Ni rastro de él ni de
lo que sea que quiere que yo haga con tanta urgencia.
Me giro, sin saber dónde
buscarlo. En ese momento, el becario que entró la semana pasada, me ve y se
dirige a mí con paso inseguro.
—Silvia…, el Señor Duarte ha
dicho que subía a la terraza, que quería que te reunieras con él en cuanto
llegaras.
—¿En la terraza?
—Eso ha dicho.
Un estremecimiento me recorre.
Cuando sube a la terraza es porque tiene una decisión difícil que tomar. Espero
que no vaya a haber más despidos o recortes. No hay motivos para ello, las
ventas del último ejercicio han sido buenas.
Giro sobre mis talones y hago el
camino de regreso hacia el ascensor. Paso por delante de la mesa de Sara y no
puedo evitar increparla.
—¿Por qué no me has dicho que el
Señor Duarte había subido a la terraza?
—No me lo has preguntado.
Arpía… Sonríe entre dientes,
seguramente divertida por haber hecho que me paseara de puerta en puerta
perdiendo aún más tiempo. Aprieto el paso y subo, preparándome mentalmente para
lo peor.
Bajo del ascensor en la última
planta y cruzo el pequeño pasillo hasta la puerta que da a la azotea del
edificio. Hay una pequeña terraza desde la que se divisa toda la ciudad. Cuando
abro la puerta y salgo, me lo encuentro sentado en una silla moderna y ligera,
impecablemente vestido y aparentemente relajado, mirando al horizonte,
pensativo. Pero a mí no me engaña. Que esté aquí no puede significar nada
bueno.
Se gira hacia mí y me clava sus
ojos azules. Es un suplicio tener un jefe tan condenadamente guapo.
—¿Me buscaba? —Asiente con
suavidad. Me acerco un poco y finalmente se levanta de la silla para empezar a
pasear de un lado a otro de la terraza. Trato de mantener la calma, y pregunto
con tanta naturalidad como me es posible—: ¿Qué tal el viaje de regreso?
—Silvia, tenemos que hablar. Muy
seriamente.
Eso suena fatal. Cuando alguien
dice “tenemos que hablar”, siempre es mala señal. Trago saliva y le miro a los
ojos.
—Tú dirás.
Su gesto se suaviza. Se acerca
más a mí y alarga la mano con dulzura para acariciarme la mejilla con el revés
de los dedos. Luego me agarra por la nuca y me acerca a su boca.
Y como siempre, me pierdo en un
beso durante unos segundos que parecen horas.
Apoyo las manos en su carísimo
traje de Armani y las deslizo hasta su cuello, asiéndome a él y jugando con los
mechones cortos de su nuca. Él me rodea con un brazo duro como el granito y me
aprisiona contra su pecho, quitándome el aliento, devorándome la boca como si
pudiera robarme el alma en ese beso.
La perdí hace tiempo, el alma, el
corazón y la vergüenza. Desde que caí en la tentación y me acosté con mi jefe
por primera vez.
De eso hace casi seis meses, y no
sé cómo no me he vuelto loca. Nadie lo sabe: ni mis amigas, ni mi familia, ni
por supuesto nadie del trabajo. La empresa no ve con buenos ojos ese tipo de
confraternizaciones entre jefes y subalternos. Perdería mi trabajo en un abrir
y cerrar de ojos.
Porque a él no le van a echar,
desde luego. Desde que es el Jefe de Zona, las ventas han subido como la
espuma. El Director General le adora.
Yo solo soy una secretaria, por
mucho que en mi tarjeta ponga “adjunta a la Dirección”. Eso solo es un término
“políticamente correcto”.
Javier me suelta y me mira con
tal intensidad que mis rodillas bailan. Tengo la boca caliente y magullada,
pero sólo puedo pensar en que quiero otro beso.
Finalmente respiro hondo y
recupero la compostura.
Sólo entonces se decide a hablar.
—Márquez me sugirió que sabe lo
nuestro.
—No puede ser.
—Alguien nos vio en Lisboa el mes
pasado.
Mierda. Empiezo a temblar de
forma incontrolable. Márquez es un capullo y si lo sabe él, en cuatro días lo
sabrá toda la empresa. El corazón me late tan fuerte en el pecho que creo que
voy a ahogarme. Por fin, consigo murmurar.
—¿Y ahora?
—Deberías renunciar, antes de que
Márquez se chive.
El mazazo me deja en shock. Me
zumban los oídos y los ojos se me llenan de lágrimas. Él está tranquilo. Supongo
que a fin de cuentas, le da igual.
—Eres un hijo de…
No termino la frase. Me doy la
vuelta y salgo corriendo de regreso al edificio. Le oigo llamarme, pero no me
detengo. Quiero irme, quiero salir de allí para no volver más. No puedo creer
que haya sido tan idiota como para tirar mi carrera por la borda, por un polvo.
Bueno, por muchos polvos y muy buenos, pero… me la he jugado por él y he
perdido.
Los días pasan como en una niebla
densa. Ni siquiera he vuelto a la oficina para despedirme, no sé qué excusa
inventaría Javier. Me he limitado a enviarle mi renuncia y a pedirle a una
compañera que me hiciera llegar mi bolso, que se quedó en mi armarito. Me ha
llamado por teléfono incontables veces, pero no he querido hablar con él. Ya
duele demasiado sin el martirio adicional de escuchar su voz.
Apenas dos semanas después de mi
baja forzosa en la empresa, recibo una propuesta de trabajo en otra empresa del
mismo sector. Me alegra y me entristece a la vez. Desde luego, es una
oportunidad única, y me satisface saber que mi trayectoria profesional tiene
suficiente peso como para que otra empresa me busque tan pronto, pero… eso
significa cerrar definitivamente una puerta que no sé si quiero cerrar.
Ojalá nada de esto hubiese
pasado. Ojalá Márquez no se hubiera enterado nunca. Pero sé que es estúpido
pensar que podíamos haber seguido así por mucho tiempo. Después de todo, era lo
que tenía que pasar.
Mi nueva empresa es más pequeña,
pero mi puesto es de mayor categoría. De “adjunta a la Dirección” he pasado a
“Jefa de producto propio”. Formo parte del equipo directivo, a las órdenes del
Director de Zona, por supuesto, pero casi al mismo nivel que él. Soy su
colaboradora, no su secretaria. Mi puesto entraña una gran responsabilidad pero
es un reto para el que estoy sobradamente preparada.
Para lo que no estoy preparada es
para que, apenas un mes después de mi incorporación, me obliguen a acudir a una
reunión con los directivos de mi antigua empresa.
Nos han comprado.
Estoy vendida.
No puedo enfrentarme a Javier,
otra vez no.
Pero el orgullo me hace levantar
la cara y presentarme en esa reunión, con mi traje de perfecta ejecutiva de
ventas y los datos que avalan la gestión de mi departamento en este tiempo. No
es mucho, lo sé, pero es todo lo que tengo.
Claudio, el Director de Area de
mi nueva empresa, y mi actual jefe, no parece muy apurado. Probablemente se
jubile anticipadamente y se dedique a jugar al golf. Al fin y al cabo, en este
sector la gente va y viene continuamente. Seguramente lo había visto venir.
Yo no.
Javier no me quita ojo durante
toda la reunión. El nombre de mi actual empresa se mantendrá de momento como
marca de producto, pero la estructura directiva prácticamente desaparecerá.
Javier asegura que se mantendrán
tantos puestos de trabajo como sea posible.
A algunos les ofrecerán cambiar
de zona para ocupar el mismo puesto. A otros un puesto similar o de una
categoría algo inferior, pero sin traslado de por medio.
Todavía no sé qué va a pasar
conmigo.
Tras una reunión bastante
general, nos indican que nos irán llamando de manera individual para negociar
la reubicación o el cese de cada uno de los integrantes de la dirección de zona
de nuestra ya extinta empresa. Eso me incluye a mí. Cuando nos levantamos para
marcharnos, Javier me detiene en la puerta.
—Silvia, espera. Quiero hablar
contigo.
Quiero decirle que me deje en
paz, pero no puedo. No sé si mi trabajo vuelve a estar en juego por su culpa o
no.
—¿Sí, Señor Duarte?
—Javier. Sabes que puedes
llamarme Javier.
—No creo que sea conveniente que
me tome ningún tipo de confianza.
—Tonterías. Vas a formar parte
del equipo directivo. Vamos a trabajar juntos. En mi equipo nos llamamos por el
nombre de pila.
—¿En tu equipo? —pregunto con
incredulidad mientras frunzo el ceño. Antes le llamaba “Señor Duarte” en horas
de trabajo. En privado, Javier, pero eso… eso es algo que no debió suceder.
Por mucho que me duela tenerlo
tan cerca y no poder besar su boca una vez más.
Él asiente y esboza una sonrisa.
—En mi equipo. Serás mi
colaboradora.
—Ya.
—No digas “ya” como si fuera un
castigo… Silvia, no me dejaste explicarme, te marchaste sin darme ninguna
oportunidad.
—¿Oportunidad? ¿Oportunidad de
qué, Javier? Las secretarias no se lían con sus jefes o pierden el trabajo, así
son las cosas.
—Entre colaboradores las cosas
son diferentes. —La sorpresa se debe de reflejar en mi cara. No puedo creerme
que esté sugiriendo lo que yo creo que está sugiriendo—. Cena conmigo hoy. Ven
a mi casa, déjame explicarte.
—No voy a dejar que arruines mi
carrera, Javier. Déjame en paz.
Salgo del despacho furiosa, angustiada
y temblando como una hoja. Todavía me afecta tanto que me asusta pensarlo. No
puedo estar cerca de él. ¿Cómo voy a trabajar con él de nuevo?
Regreso a la que todavía es mi
oficina, aunque ya nos han dicho que en menos de un mes, se reubicará a la
gente en las oficinas de mi antigua empresa o en sus nuevos destinos en función
del acuerdo al que se llegue con cada uno.
Claudio está en su despacho, un
par de puertas más allá del mío. Ha llegado antes que yo. Su puerta está
abierta y cuando me ve, me hace una seña
para que vaya.
Entro y me dedica una sonrisa
afable.
—Pasa, Silvia, quería hablar
contigo.
Me estremezco involuntariamente.
Ya no me fío ni un pelo de esas palabras. Cojo aire y me esfuerzo por sonreír, aunque
me sale una mueca extraña.
—Tú dirás, Claudio.
—He visto que Javier te llamaba
al salir de la reunión, así que entiendo que has hablado con él.
El corazón se me encoge y noto el
rubor subir a mi rostro. Trato de permanecer impasible. No sabe nada. No puede
saber nada.
Se gira hacia la ventana, de
forma que no veo su cara. Cuando sigue hablando no doy crédito a lo que oigo.
—Parece que después de todo, las
cosas le han salido bien. Cuando renunciaste a tu antiguo puesto, tanto él como
yo sabíamos que la compra de la empresa era un hecho, así que no te negaré que
me sorprendió un poco que me pidiera que te contratara para el puesto de Jefe
de Producto propio. Como bien sabes, tu antecesor aquí se trasladaba a
Barcelona, pero… yo no estaba muy seguro de que una secretaria de dirección
estuviera capacitada para desempeñarlo con solvencia. Ni siquiera una como tú,
que tienes un currículum admirable. Pero Javier me confesó que te quería en ese
puesto y provocaría muchos recelos que te lo ofreciera siendo como eras su
secretaria. En cambio, si lo ocupabas aquí, no sería extraño que pasaras a
ocuparlo allí una vez materializada la compra de la empresa. En el poco tiempo que has trabajado con
nosotros he podido comprobar tu valía, Silvia. Entiendo perfectamente que
Javier quiera que ocupes ese cargo.
Sonrío como una estúpida mientras
trato de controlar el torrente de emociones que me embarga. Javier arregló mi
contrato aquí. Quería que volviera a trabajar con él. ¿Desde cuándo? ¿Desde
aquél horrible día en la terraza del edificio cuando me dijo que debería
renunciar?
Farfullo un agradecimiento rápido
y me escabullo en cuanto puedo a mi oficina. Estoy hecha un lío. Puede que le
haya juzgado mal, y ahora que pienso en ello, mi cuerpo despierta del letargo
en el que ha estado sumido el último mes y medio, para recordarme con un
malestar difuso cuánto le echa de menos.
Tengo que hablar con él.
Cuento los minutos hasta que
finaliza mi jornada laboral, y conduzco hacia su casa. La anticipación me
provoca un nudo de nervios en el estómago.
Aparco a pocos metros del moderno
edificio de apartamentos en el que vive, y necesito diez minutos más, sentada
en el coche, para sentirme lo bastante segura como para salir. Camino hasta el
portal, inspirando profundamente en un intento vano por tranquilizarme. Cuando
llamo al timbre del portero automático, contengo la respiración sin darme
cuenta.
Su voz, profunda y sexy como el
infierno, rompe el silencio apenas unos segundos después:
—¿Quién es?
—Javier… —casi murmuro—. Soy Silvia.
Me abre inmediatamente, sin hacer
preguntas. Subo poniéndome más nerviosa a cada minuto que pasa. En el ascensor
me estiro la falda, me coloco un mechón rebelde tras la oreja, me muerdo el
labio, me froto las manos compulsivamente… Cuando por fin llego al octavo piso,
estoy al borde del colapso.
Salgo con paso inseguro y la
puerta del apartamento se abre antes de que llame al timbre. Él me mira con una
expresión inescrutable en su bello y masculino rostro. Tras unos segundos de
duda, me atrevo a preguntar:
—¿Puedo pasar?
—Supuse que no vendrías.
A pesar de que su tono intenta
ser frío, me suena más dolido que otra cosa. Probablemente tenga razón, si mis
suposiciones de las últimas horas son ciertas, no he sido muy justa con él.
—He hablado con Claudio.
Un músculo se tensa casi
imperceptiblemente en su mandíbula, y sus ojos brillan con un atisbo de… no sé,
¿esperanza? Cada segundo que pasa estoy más convencida de que ha sido un error
negarme a escuchar esa explicación hasta ahora.
Se hace a un lado y extiende la
mano invitándome a entrar. Mi mente me abochorna recordando las veces en que he
estado aquí anteriormente. La última vez, sin ir más lejos, perdí la ropa por
el pasillo, entre la puerta de entrada y su habitación.
—¿Quieres tomar algo? ¿Un café?
¿Una copa?
—No. No…, gracias.
Me detengo al final del pasillo
de entrada, frente a la puerta abierta del salón. Javier está a un paso de mí,
y me empuja con sutileza para indicarme que entre, apoyando la mano en mi
cintura.
—Siéntate, por favor. ¿Seguro que
no quieres nada?
El malestar que tengo ahora mismo
no me dejaría tragar ni agua. Camino hasta el sofá y me siento mirándome las
manos porque no me atrevo a mirarle a los ojos.
—Javier… ¿es cierto que llamaste
a Claudio para pedirle que me contratara?
—Sí —responde sin titubear.
—¿Y por qué?
En ese momento, sí me atrevo a
levantar la mirada, y me encuentro con sus impresionantes ojos azules clavados
en los míos, buscándome.
Preguntándome si me he olvidado
ya de él.
No podría hacerlo ni aunque
quisiera, aunque lleve mes y medio tratando de cerrar una herida que sigue
doliendo cada vez que pienso en él.
—¿De verdad creías que te iba a
dejar marchar tan fácilmente? ¿Eso pensabas de mí?
—Dijiste que debía renunciar —le
respondo encogiéndome de hombros.
—Joder, Silvia… Hacía tiempo que
conocía los planes de la Dirección General. Yo te quería en ese puesto. Te iba
a proponer que renunciaras de todas formas, aunque Márquez no se hubiera
enterado de lo nuestro. —Hace una pausa breve en la que respira hondo y me mira
con una intensidad que acelera mi pulso—. Estaba pendiente del traslado de
Julián Sanz, tu antecesor, porque habría levantado suspicacias el hecho de que
mi secretaria personal ocupara un cargo directivo de la noche a la mañana en
nuestra empresa, sin embargo nadie podría decir nada si ellos te contrataban para
ese puesto en “su” empresa antes de que se supiera que los íbamos a comprar.
Ahora solo vas a seguir ocupando un cargo que ya tenías en el momento de cerrar
la compra.
—Pensé que solo querías proteger
tu reputación.
—Y estoy muy enfadado contigo por
eso.
A pesar de sus palabras, extiende
la mano y me acaricia la mejilla con suavidad. Me apoyo en su palma inclinando
la cabeza, como un gatito mimoso. He echado tanto de menos ese roce…
Otro roce, que he echado de menos
más aún que la caricia de su mano, me sorprende de pronto. Se inclina sobre mí
despacio y su aliento me abrasa los labios antes de tantearlos con su boca, con
tanta lentitud que el tiempo parece haberse parado. Y me quedaría así toda la
vida.
Su lengua me acaricia con
picardía, tentándome, retándome a que lo rechace, si tengo fuerza de voluntad.
¿Fuerza de voluntad? ¿Qué es eso?
Le echo los brazos al cuello y me apodero de su boca sin contemplaciones, sin
control y sin medida. Como una exploradora que encuentra agua tras días de
caminar por el desierto.
Javier responde apretándose
contra mí, enredando los dedos en mi melena y tirando de ella para acceder
mejor a mi boca. Mi pecho sube y baja a un ritmo violento. Siento los pechos hinchados
y doloridos, suplicando un roce de sus dedos, o mejor aún, las atenciones de su
experta boca. La sangre pulsa con fuerza en mis venas y envía estremecimientos
de necesidad directamente a mi entrepierna.
Le deseo con auténtica
desesperación.
Me abre la blusa con brusquedad y
busca mi pecho, consiguiendo que el pezón se arrugue y se apriete dolorosamente
con solo pasar el pulgar sobre él un par de veces. Juguetea con el duro
botoncito hasta que, de pronto, se detiene y se aparta.
Le miro a través de una bruma de
deseo, confusa y frustrada, sin entender el cambio de actitud. Saca la mano de
mi blusa y se levanta para girarse de cara a la ventana, quizás en un intento
tardío de ocultar la erección que le he provocado.
—¿A qué has venido, Silvia?
¿Crees que las cosas se arreglan así, de la noche a la mañana? ¿O no hay nada
en realidad que quieras arreglar? Porque entonces deberías marcharte.
Parpadeo, confundida. A duras
penas consigo balbucear una respuesta:
—Yo… No sé a qué te refieres.
—La semana que viene, o poco más
tarde, vas a ocupar el despacho contiguo al mío. ¿Estás segura de que quieres
seguir adelante con esto? Porque no me voy a limitar a echarte un polvo sin
más.
Sus palabras me caen como un
jarro de agua fría. No sé si le entiendo. No sé si va de ofendido, o se está
haciendo el chulo conmigo, pero no me gusta. Me levanto y le encaro, furiosa.
—No he venido a que me eches un
polvo.
—Bien, entonces dime a qué has
venido y por qué me miras como Caperucita debió de mirar al lobo suplicándole
que se la comiera, por tonta.
Frunzo el ceño y me envaro aún
más. Le diría algo desagradable, pero está tan… soberbio con esa camisa blanca
que no recuerdo cuándo he desabrochado casi hasta la cintura… Mi cerebro
amenaza con cortocircuitar. Voy a decir algo, pero él se me adelanta:
—Silvia, no juegues conmigo.
—¿Yo? ¡Yo no estoy jugando a
nada! ¡Solo quería saber qué pasó en realidad! Claudio me ha explicado que tú
lo organizaste y… Yo pensé que te desentendías de mí, pero… creo que te juzgué
mal…
—Me juzgaste fatal.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Qué me
arrastre suplicándote perdón?
Aprieta los labios y murmura.
—Dime que me has echado de menos.
Dime que te has sentido tan vacía como
yo.
Trago saliva con dificultad, y
acierto a responder:
—¿Y qué pasará después? ¿Los
rollitos entre directivos no están mal vistos?
—No me insultes, Silvia. Sabes
que yo no quiero un “rollito”, como tú dices. Estoy harto de esconderme.
Me quedo boquiabierta. De
repente, todo parece tan fácil que creo que estoy soñando. El labio me tiembla
y no puedo apartar mis ojos de los suyos. Javier se acerca de nuevo, hasta
quedar a un palmo de mi cara.
—Dime qué quieres. Tú me echaste
de tu vida. Es justo que pongas las cartas sobre la mesa ahora, ¿no crees?
—Ojalá pudiera borrar el último
mes y medio.
—¿Preferirías seguir ocultándote?
—No, eso no.
—Pues ya no hay por qué hacerlo.
Se acerca un paso más, y siento
caer todas mis defensas. Le miro con anhelo y con temor a partes iguales. Me
voy a lanzar de cabeza a la piscina, pero me da igual. Es lo único que puedo
hacer, porque volver a dejarle fuera de mi vida es imposible, más ahora que no
tenemos que seguir escondiéndonos del resto del mundo.
Le sonrío y me devuelve la
sonrisa, doy un paso adelante y como en una coreografía perfecta, se acopla a
mí, encajando su cuerpo con el mío y envolviéndome posesivamente. Nos
arrancamos la ropa y caemos sobre el sofá buscándonos con desesperación. Sus
manos me recorren de un modo frenético, ansioso, despertando tan vívidamente
mis recuerdos que la necesidad de él me duele.
Cuando entra en mí, creo que
ambos sentimos algo muy parecido: por fin está de nuevo donde debe estar, donde
pertenece. Es como si hubiera vuelto a casa.
O como si yo hubiera vuelto a él,
en realidad no importa, pienso horas después, cuando nos hemos saciado el uno
del otro y nos miramos en silencio, a punto de sucumbir al sueño, en la cama
que tantas veces nos ha visto ejecutar la danza más antigua del mundo. La
coreografía sale espontáneamente, tal vez porque siempre debió ser así entre él
y yo. Puede que todo esto solo haya sido una especie de prueba, un obstáculo
que teníamos que vencer para encontrar la felicidad.
En poco más de una semana estaré
trabajando codo a codo con Javier, y no tendremos que preocuparnos por que nos
vean juntos. Ahora mismo, me siento tan feliz que podría flotar.
Pero su mano se posa en mi cadera
y me ancla al mundo real. Un mundo imperfecto pero en el que merece la pena
levantarse cada día solo por mirarme en sus ojos azules.
Mi pedazo de cielo particular.