Otro de mis propósitos de año nuevo era empezar una serie de relatos que ir publicando aquí en mi blog. Cada uno con un mes del año como referencia y con la imagen de un chico, como si fuera un calendario. Os presento el relato de Enero:
NOCHE DE REYES
—¡Venga, Esther, que se hace tarde!
—¡Que ya voy!
Me miro por última vez en el espejo, cojo mi bolso y salgo corriendo de mi habitación. Mi madre, mi hermana Marta y mi sobrino Aarón están esperándome en la puerta de casa con gesto de impaciencia.
—¡Tía, eres una tardona!
Hala, aguántalo, al enano. Sólo tiene seis años y mira cómo le habla a su tía, el muy sinvergüenza.
—¡Pero si vamos sobrados de tiempo! —me excuso sonriéndole.
—De sobrados nada. Luego se llena la Calle Mayor y ahí es donde mejor se ve la cabalgata —apunta mi madre cerrando la puerta.
Me encojo de hombros mirando a mi hermana, que niega con la cabeza dándome a entender que mi madre tiene razón.
La verdad es que ya no me acuerdo. Hace mucho tiempo que no estoy en casa en Navidad. He pasado tres años largos estudiando fuera y trabajando durante las vacaciones. El primer año pude volver, pero los otros no. Y este año, de hecho, he llegado tarde. Hasta ayer mismo no llegué a casa. Pero ahora estoy con los míos, y para quedarme. Necesito un cambio de aires, y volver a los orígenes es lo que más me apetecía.
Empezaré por acompañar a mi madre, mi hermana y mi sobrino a la cabalgata.
Diez minutos después, Aarón grita como loco al ver aparecer la banda municipal presidiendo el desfile. Tras los músicos se ven enseguida los primeros pajes. La cabalgata del pueblo siempre ha sido muy digna, al fin y al cabo, es un pueblo bastante grande. Cada Rey Mago lleva un cortejo de al menos una docena de pajes vestidos con túnicas, que portan antorchas por delante de la carroza. La decoración de las carrozas varía un poco cada año, aunque siempre tiene un trono para el rey en la parte más alta, muchos paquetes de regalo rodeados de adornos brillantes por toda la base, y pajes adolescentes que tiran también caramelos a los más pequeños. Mauricio, el mejor amigo de mi padre se encarga siempre de la iluminación, y las carrozas quedan de lo más vistoso. Deslumbrantes.
Aunque tal vez sólo sea que a mí me encanta la Navidad y me parecen preciosas.
Admiro la decoración de la carroza de Melchor y tras una barba blanca bastante moderada reconozco a Jacinto, el tapicero de la plaza. Sonrío al ver a Aarón saludarle efusivamente mientras él sonríe y saluda con gesto solemne. Es increíble lo que hace un buen disfraz y una caracterización adecuada. Tanto la peluca como la barba están recortadas y parecen casi de verdad. Seguro que Aarón no nota que son postizas. Y el traje y la capa tienen una apariencia cara y elaborada. Dan el pego perfectamente.
Nos llenamos las manos de caramelos y nos los mostramos unos a otros mientras Melchor se aleja y la carroza de Gaspar se acerca poco a poco. Su traje es de estilo árabe y va tocado con un turbante, como un sultán de las mil y una noches. Se gira hacia nosotros y cuando esperaba encontrarme con la cara delgada y morena de Manuel, el de la ferretería, me encuentro a otra persona completamente distinta.
No sé si Aarón se dará cuenta, pero Gaspar se ha quitado veinte años de encima.
Sigue siendo moreno y más bien delgado, pero no es el que yo recordaba. Aunque a éste también lo conozco. Y cuando clava sus ojos en mí, me dedica una sonrisa traviesa y me tira un puñado de caramelos que mi sobrino se lanza raudo a recoger, sé que también me ha conocido.
Es Darío.
Me giro hacia mi hermana, que está ayudando al niño a coger caramelos, tan concentrada que ni me mira. Vuelvo a mirarle a él. Por Dios… está guapísimo. ¿Cuándo se ha convertido el jovencito delgaducho y tímido que yo recordaba en semejante hombre?
Me sonríe de nuevo y entonces soy consciente de que tengo la boca abierta. La cierro de golpe y miro hacia otro lado. Seguramente no necesita saber que me ha dejado impresionada.
La carroza pasa y se ven los pajes de Baltasar. Me giro otra vez hacia mi hermana y le pregunto susurrando.
—¿Y Manuel?
—¿Qué Manuel?
—El ferretero. Ya sabes... Gaspar.
Entonces abre mucho los ojos y se da cuenta de mi desconcierto.
—¡Ay, leñe, que no lo sabías! —Mira de reojo a Aarón y se ríe de mí con descaro—. Mucho mejor Darío ¿no? Realmente parece el rey de Persia.
Tras pasar la carroza de Baltasar, con Sebastián, el guineano que vive en nuestra calle, ejerciendo de auténtico Rey Mago africano, la gente se empieza a dispersar. Me muero de ganas de preguntarle a mi hermana cuándo ha cambiado tanto mi antiguo compañero de colegio, pero como está Aarón delante, me tengo que aguantar.
Casi dos horas después, volvemos a casa. En el rato que mi sobrino ha pasado con sus amigos enseñando orgulloso sus caramelos, mi hermana me ha contado que Manuel tuvo un accidente el mes pasado y se rompió la cadera. Había algún otro candidato a Rey Gaspar, pero el ferretero no es tan orondo como la mayoría de sus amigos y el traje no les quedaba bien. Al final se lo hizo probar al nuevo médico en una de las visitas que le hizo en su casa y a él sí le quedaba bien. Le quedaba perfecto.
El nuevo médico del pueblo es Darío. Hay que ver las vueltas que da la vida.
Mi madre me cuenta mientras cenamos que hace unos meses que regresó, porque él también ha pasado mucho tiempo fuera. De hecho hará al menos ocho años que no nos veíamos. Vive con sus padres en el caserón que tenían a la entrada del pueblo, y está soltero.
Como si yo tuviera algún interés en eso, vamos…
Después de la cena, me arreglo para ir a buscar a Nuria. Ayer quedé con ella y con el resto de mis amigas en que iríamos a tomar algo por ahí. Ya que me perdí la Nochevieja en casa, por lo menos me apetece salir la Noche de Reyes.
Cuando le toco al timbre y baja a la calle, me abalanzo sobre ella.
—¿Por qué no me dijiste que Darío era el nuevo médico?
—Porque no pensé que te interesaría —se burla ella, encogiéndose de hombros—. Lo has visto en la Cabalgata ¿no?
—Sí.
—Joder con el Rey de Persia, lo que ha cambiado ¿eh?
Cuando éramos niños hacíamos bromas con su nombre, después de aprender en clase de historia que había habido un rey persa que se llamaba como él. Darío tenía pinta de cualquier cosa menos de Rey. Era muy poca cosa, y además muy tímido, pero eso sí, era muy inteligente.
Un cerebrito que ahora está como un tren.
Nos encontramos con las demás en uno de los tres bares que tienen un poco de ambiente por la noche, y poco después todas se divierten a costa de la sorpresa que me he llevado con el rey Gaspar.
Vamos, como si ellas no se hubieran sorprendido en mi lugar…
Cuando nos estamos tomando la segunda copa y el bar se va llenando, empezamos a bailar. Hay una zona de pista de baile y Jesús, el dueño, nos pone encantado las canciones que le pedimos. Nuria y yo bailamos como locas mientras las demás tontean con algunos chicos. Estoy un poco perdida, pero creo que Julia y Mario están empezando algo desde hace unas semanas, y el chico que está con Lety es el que le gusta desde siempre. Y entonces un grupito entra en el bar y mis ojos se clavan en él sin poder evitarlo.
Darío.
Va vestido con vaqueros y medio tapado con un plumífero con capucha. Saluda a unos y a otros y entonces me ve y me sonríe. Se quita el plumífero y cuando pienso que viene a saludarme, se detiene a medio camino para hablar con Marga, la hija de Jacinto - alias Melchor.
Me quedo un poco chafada, pero sigo bailando, disimulando como puedo. Disimulo durante media hora más y luego nos vamos a otro bar. He perdido el rastro de Darío y empiezo a pensar que se ha ido con Marga. Me siento un poco decepcionada, la verdad.
Soy tonta.
En el segundo bar me agarro enseguida a un combinado y me lanzo a bailar con Nuria otra vez. La música está muy alta y hace calor. Un tipo se me pega a la espalda y me giro sobresaltada. Creo que lo conozco de algo, pero no recuerdo su nombre.
—Estás impresionante, Esther.
Me aparto un poco, pero vuelve a pegarse a mí.
—Gracias, pero… dame un poco de espacio, ¿quieres?
—¿No te acuerdas de mí?
—Sinceramente, no.
Frunce el ceño y convierte sus ojos en dos finas líneas. Creo que está decepcionado. Ya ves tú, no voy a dormir del cargo de conciencia. Le empujo un poco tratando de despegarme de él.
—Roberto, no te pases.
Miro a Nuria agradeciéndole la información. Roberto, ya lo recuerdo. También íbamos juntos al colegio. El cambio, en su caso, ha sido a peor. Está más gordo y más calvo.
—Todavía no me he pasado.
No me gusta nada como suena eso y voy a contestarle algo pero se vuelve a pegar a mí. Y entonces alguien le agarra del hombro y dice con una voz grave y profunda que suena sorprendentemente calmada:
—Ni te vas a pasar.
—¿Se te ha perdido algo, Rey de Persia? —responde Roberto en tono burlón.
—Ella. Lárgate.
Para mi sorpresa, le obedece. Cuando se aparta de mi campo de visión y aparece en él Darío, entiendo por qué. Le saca al menos diez centímetros de altura, y aunque es de constitución más bien delgada, bajo la camiseta blanca que lleva se marca una musculatura perfectamente formada. Las mangas remangadas dejan entrever unos brazos fuertes, con los antebrazos cubiertos de vello oscuro. Antes no era tan rotundamente masculino, de eso estoy segurísima.
Me mira a los ojos y me sonríe.
Juraría que se me acaban de caer las bragas. Trago con dificultad y me pierdo en sus ojos castaños que con la luz del bar casi parecen rojos.
—¿Te ha molestado?
—No. Bueno, estaba empezando a ponerse pesado, pero… no.
—¿Vuelves a casa por Navidad como el turrón, o para quedarte?
—Me quedo. Al menos de momento…
—Me alegro. Hacía tiempo que no nos veíamos.
Hace amago de marcharse y le agarro del brazo sin pensarlo siquiera. Vamos a ver ¿no ha dicho que lo que se le había perdido era yo?
—Darío, espera.
—Bueno, al menos recuerdas mi nombre.
—Claro que sí.
—Antes solía ser el rey de Persia…
—Antes éramos unas niñas tontas y unos niños brutos. Y ahora te pega más el Rey Gaspar, por lo que he visto…
Se ríe y agacha la cabeza con un resquicio de su antigua timidez. Por favor… ¿se puede ser más mono?
—Alucino con que los niños no me reconozcan.
—Hombre, el traje viste mucho.
—¿Tú crees?
No. En realidad no le cambia tanto. Lleva la misma barbita recortada y sexy ahora que se ha quitado el disfraz. Dudo si esta tarde llevaba los ojos perfilados en negro, aunque tiene unas pestañas tan oscuras y tupidas que no estoy segura.
Los niños están ciegos, definitivamente.
—Sí, y además ahí arriba no se te ve bien.
—Tú me has reconocido.
Yo me he quedado muerta, querrás decir.
Me limito a sonreír. Me mira fijamente y luego dice con total seriedad.
—Estás preciosa. Y pensar que yo estaba loco por ti a los quince años.
Abro unos ojos como platos. Eso no me lo esperaba. Él se ríe.
—Ni siquiera te diste cuenta ¿verdad?
—Pues… no.
—Estabas con Gerardo entonces. Supongo que él acaparaba toda tu atención.
—Ahora no estoy con nadie.
Me arrepiento de haber abierto mi bocaza nada más decir eso. No quiero que sea muy obvio que desde esta tarde es él quien acapara sin problemas mi atención, pero me estoy luciendo.
Sonríe complacido, y dudo si se está burlando de mí, pero me susurra con complicidad;
—Yo tampoco.
Y me coge de la cintura acercándose peligrosamente a mi cuerpo para acabar pegado a él. El corazón me late como loco y mi cerebro se atonta ante su cercanía. Su aparente timidez desaparece de golpe y me mira a los ojos susurrando cerca de mi boca.
—Baila conmigo.
Y bailo. Bailo hasta que no siento los pies y la música del bar languidece. Hasta que se encienden las luces y nos invitan amablemente a marcharnos a casa. Darío se aparta de mí con desgana. No ha hecho nada para molestarme y sin embargo estoy molesta. Precisamente porque no ha hecho nada. Ni un beso, ni una mano fuera de sitio, ni una caricia atrevida.
La frustración está a punto de hacerme estallar como una olla exprés.
Miro alrededor buscando a Nuria y no la encuentro. Darío sonríe y me aclara:
—Se ha marchado con Marcos.
Marcos, sí, me acuerdo de Marcos. También iba con nosotros al colegio. Un momento ¿cuándo ha aparecido Marcos? ¿Estaría con Darío? Uf… no lo sé.
He estado toda la noche pendiente sólo de él.
Debo de parecer muy desorientada, porque posa una mano con suavidad en la parte baja de mi espalda y me empuja hacia la puerta.
—Venga, te acompaño a casa.
Recojo mi cazadora y él se pone el plumífero sin dejar de sonreírme. No queda ni una sola de mis amigas en el bar. No me lo puedo creer. Me han dejado sola con él de buenas a primeras y sin decirme nada…
Claro que es Darío.
Caminamos casi en silencio hasta llegar a mi portal. La calle está desierta y la farola de enfrente se ha fundido. Hace frío y me estremezco sin saber cómo despedirme de él.
Y entonces sin mediar palabra se acerca a mí despacio, y me coge de la cintura. Me retira un mechón de pelo detrás de la oreja y cuando me roza, un escalofrío baja desde allí hacia mi cuello para perderse por mi columna vertebral. Me pierdo en sus ojos caoba y miro con ansia su boca carnosa.
Sonríe mostrando una dentadura blanca y perfecta. Y después me besa.
Nuestros labios se tocan despacio, casi temblando. Le echo las manos al cuello sintiéndome torpe y desesperada, pero me da igual. Me gusta. Me gusta muchísimo, y estoy harta de tanta contención.
Enredo los dedos en su pelo y le atraigo hacia mí. Sonríe sobre mi boca y su mano agarra también el pelo sobre mi nuca, echándome la cabeza hacia atrás. Me mira a los ojos y murmura.
—Me alegro de que hayas vuelto, Esther.
Trago saliva con dificultad mientras su cadera se pega a la mía y mi cuerpo entero se despierta. Su boca baja de nuevo sobre la mía y sus labios juegan con los míos, provocándome y ofreciéndome promesas que no sé por qué, intuyo que no va a cumplir esta noche. Su lengua invade por fin mi boca y campa a sus anchas sin hallar resistencia.
Es la noche de reyes y yo he encontrado a mi rey.
Muchos besos más tarde, se separa de mí mirándome con ternura.
—Me gusta tu boca.
Oh, Dios. A mí me vuelve loca la suya. Y su forma de besar. En los increíbles minutos que llevamos aquí parados me ha regalado besos dulces, besos apasionados, besos tiernos, besos violentos y besos sutiles. Sólo de imaginármelo en mi cama me pongo mala.
—¿Te vas?
—Sólo hasta mañana.
Asiento sin cuestionarle nada. Vivo con mis padres y él con los suyos. No puedo invitarle a subir, lo olvidaba.
—¿Quieres que nos veamos mañana, Esther? —me pregunta dulcificando al máximo su voz profunda y masculina.
—Me encantaría.
—Déjame tu móvil.
Se lo pongo en la mano sin dudar y marca su número. Oigo su teléfono sonar y entonces corta la llamada y sonríe.
—Ya estamos localizables los dos. ¿Te llamo después de comer?
Asiento tratando de no mostrar lo emocionada que estoy.
—Perfecto.
—Hasta mañana entonces.
Abro la puerta y aún me hace girarme otra vez para besarme más profundamente que antes. Cuando me suelta mi cuerpo está hecho gelatina y mi cerebro posiblemente fundido, por no hablar de mi entrepierna.
Me sonríe de nuevo y me indica con la cabeza que entre en el portal.
Obedezco y me despido con la mano antes de desaparecer escaleras arriba. Me guiña un ojo antes de irse y subo los escalones de dos en dos hasta el segundo piso.
Mañana me va a llamar.
Quería volver a casa, con los míos. Quería reencontrarme con mis amigas. Quería empezar de nuevo en el sitio de siempre.
No buscaba el amor, al menos de momento.
Pero es muy posible que esta noche haya empezado a enamorarme.
Quizás los Reyes Magos me tengan preparado este año un regalo especial. Muy especial. Un hombre de esos que no puedes dejar escapar. Un hombre en el que no me había fijado antes, pese a ser un amigo de la infancia.
Sacudo la cabeza sonriendo y entro en casa sin hacer ruido. Darío se acaba de convertir en mi regalo perfecto.
Mi particular Rey Mago. Mi rey de Persia.